“Muchos adultos representan
personajes cuando hablan con los niños. Utilizan palabras y sonidos ridículos.
Le hablan al niño como si fuera inferior y no lo tratan como su igual. El hecho
de que sepamos más o seamos más grandes transitoriamente no significa que el
niño no sea igual a nosotros.”
Cuando se ve frustrado su deseo de controlar o influir sobre las
actuaciones de su hijo adulto, como suele suceder, comienzan a criticar o a
mostrar su desaprobación, o tratan de hacer que el hijo se sienta culpable,
todo en un intento inconsciente por conservar su personaje, su
identidad. A simple vista parece como si estuvieran preocupados por el hijo, y están convencidos de que así es, pero lo que les
preocupa es conservar su identidad a través de su papel de padres. (…)
Si se llevaran a la conciencia y se expresaran los supuestos y las
motivaciones inconscientes de los padres, seguramente se oirían así: (…) “No me
desilusiones. Me he sacrificado por ti. Mi desaprobación tiene por objeto (…)
que finalmente te pliegues a mis deseos. Y sobra decir que yo sé qué es lo mejor para ti. Te amo
y te seguiré amando si haces lo que yo sé que te conviene”. Cuando traemos a la
conciencia esas motivaciones, nos damos cuenta de lo absurdas que son.
Una vez reconocemos lo que hacemos o lo que hemos venido haciendo,
reconocemos también su inutilidad, y el patrón inconsciente se disuelve por sí
solo.
También se deben tener en cuenta los propios supuestos de los
hijos o sus propias expectativas inconscientes detrás de las reacciones
habituales hacia los padres: “Mis padres deberían aprobar lo que hago. Deberían
comprenderme y aceptarme como soy”. ¿De veras? ¿Por qué deberían hacerlo? El
hecho es que no lo hacen porque no pueden. (…)
Muchos hijos abrigan ira y resentimiento hacia sus padres y,
muchas veces, la causa es la falta de autenticidad en su relación“, la falta de igualdad, y aquí retomo el primer párrafo: los hijos son
iguales a los padres, independientemente de la edad.
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