sábado, 27 de julio de 2013

Violencia contra la Mujer

La puta, la bruja y la pecadora

Es necesario cambiar patrones culturales que justifican la violencia contra la mujer y que las mujeres aprendan a identificar y a alejarse de un maltratador.
 Desde su alcoba oyó a sus padres gritando. Luego oyó solo a su padre y un ruido seco, repetitivo. Bajó las escaleras con cuidado de no hacer ruido y se asomó a la sala: vio a su madre en el suelo recibiendo patadas en el vientre. Nadie llamó a la policía. Esta escena probablemente se repite en miles de salas, garajes, jardines, cocinas de casas y apartamentos de Colombia. Desde los más humildes hasta los más acaudalados: muchos hombres coinciden –de forma más o menos explícita– en el desprecio a la mujer y justifican la consecuente sucesión de maltratos y humillaciones.

Algunas mujeres reaccionan, superan el temor y denuncian a sus parejas, pero pronto vuelven al redil, calladas, maquillando los moretones, evadiendo preguntas. Ellos las agreden y ellas se quedan. ¿Por qué?
Muchas veces, por dependencia económica, por un intento de mantener las apariencias, por negación. Pero el motivo principal, me atrevo a aventurar, es una educación basada en la sumisión absoluta de la mujer. La mujer, traidora, culpable, dual, maquiavélica.
¿Quién destruyó la relación idílica entre el dios cristiano y el hombre? La mujer. ¿Quién hizo pactos con el diablo cristiano y protagonizó aquelarres? La mujer. ¿Quién importuna con sus altibajos emocionales por esos ciclos menstruales que impiden el goce sexual del hombre? La mujer.
Ella, ser histérico, melodramático, infantilizado, reducido desde siempre a una diminuta parte del cuerpo del hombre: una costilla. Su naturaleza “pecaminosa” y “errada” da carta blanca para que el hombre la considere su propiedad y para que se sienta autorizado para darle cuantas golpizas sean necesarias.
Y las mujeres, calladas, herederas de una crianza que se remonta a la Grecia antigua, allí donde era lícito abandonar a los hijos en la calle si eran de sexo femenino. Herederas de una tradición medieval que dejó más de medio millón de mujeres incineradas en hogueras, acusadas de brujas. Hijas de una modernidad que, en aras de dotarlas de equidad, ha triplicado su carga laboral, convirtiéndolas en ese híbrido de ama de casa-ejecutiva-madre-esposa disponible 13 horas diarias.
El hombre, autor de una sociedad patriarcal, inventó una deidad masculina sustentada en el sometimiento del 50% de la población: la mujer. Así nos criaron, con el temor reverencial ante el macho, aunque muchas veces lo superemos en fuerza física, emocional e intelectual. Y aunque seamos ese 50% de la población generador de vida.
El hombre inventó prohibiciones oprobiosas como encarcelar a las mujeres que interrumpen un embarazo, justificó violaciones por el atuendo de la mujer, construyó un mundo laboral donde todavía les pagan menos a las mujeres pero las obligan a trabajar más y donde se considera una práctica “cultural” la mutilación sexual cercenándoles el clítoris. Y las mujeres, con o sin burka, con o sin dolorosas cirugías estéticas, en París y en Estambul, en Bogotá y en Washington, siguen ahí, en un mundo que las castiga por un solo hecho: no ser hombres.
Es necesario cambiar patrones culturales que justifican la violencia contra la mujer y es necesario que las mujeres aprendan a identificar y a alejarse de un hombre maltratador, sea su padre, su marido, su hermano. De allí la importancia de priorizar la formación académica y la carrera profesional por encima de la maternidad, de allí la importancia de pedir ayuda de inmediato y denunciar al maltratador. El silencio de nosotras, las mujeres, es el caldo de cultivo perfecto para hombres cobardes cuyo único poder yace en la morbosa satisfacción de reventarle la cara a su mujer a golpes.


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