Pablo tiene un año y medio y unos ojos
grises enormes. Mira serio a María, que intenta sin éxito hacerle sonreír.
Permanece impasible a las monerías que se le hacen. No tuerce el gesto. Ni para reír ni para
llorar. Su vida transcurre entre los muros de la cárcel de mujeres, donde vive
junto a su madre presa. Parece más adulto que la mayoría de los adultos que le
rodean.
La mirada de Alba también inquieta. No
conoce otra vida que la que hay en prisión. Tiene un año y medio y ha nacido
dentro. Hasta hace unos meses compartía celda con su hermana Jessica. Ahora
ella está fuera porque ha sobrepasado el límite de tres años que fija
la ley para que los niños permanezcan junto a sus progenitoras. Tras
su tercer cumpleaños, Jessica salió del centro penitenciario para seguir
creciendo en un centro de acogida.
En algunos casos existen familiares
'naturales' que se hagan cargo de estos niños que comienzan a vivir en la
cárcel. Pero son excepciones, la mayoría termina en el seno de familias de
acogida.
Pablo, Alba y Jessica son tres de los menores que viven actualmente en centros
penitenciarios. Sus madres deben cumplir condena y han elegido que ellos les
acompañen. Algunos han nacido en libertad; otros, dentro del centro porque dio
la casualidad de que la interna estaba embarazada cuando ingresó. En ocasiones
el destino ha sido forzado. Las madres presas tienen condiciones más
suaves que las que cumplen condena en los módulos comunes, por lo que
es habitual que aprovechen los 'vis a vis' para concebir hijos.
En las cárceles del país viven
actualmente mas 20 menores de tres años. junto a su madre. Otros carecen de figura paterna y
viven sólo con sus madres. Su día a día es bien distinto del de la mayoría de
los niños de su edad.
Esos niños tienen que pasar las mañanas
allí, "con juguetes limitados, sin hierros, sin pilas", mientras sus
madres desempeñan las tareas que tienen asignadas. Por la tarde permanecen en
la celda junto a ellas. Sus juguetes no son los mismos y tampoco lo es su campo
de juego, que se reduce al patio de la prisión.
Las consecuencias del encierro
Los niños pagan las consecuencias de
este encierro. "Su desarrollo es más lento y su proceso de aprendizaje más
tardío. Comienzan a hablar más tarde porque en la cárcel están siempre
sometidos a los mismos estímulos y tienen un vocabulario reducido", cuenta
Daniel.
Su capacidad visual es también menor,
porque su perspectiva se reduce a 'intramuros' y su capacidad
de reacción se resiente: "Tocan siempre las mismas cosas; oyen siempre lo
mismo, ven siempre lo mismo". "Al final terminan siendo conscientes
de que viven en una cárcel. Cuando salen están obsesionados con las puertas. Lo
de abrir y cerrar es algo desconocido para ellos".
Son niños solitarios, independientes,
que no intentan llamar la atención. Más bien al contrario.
Esa es la conducta habitual entre los
niños que salen el fin de semana. También hay excepciones. Como las de David y Mohamed, dos niños
dicharacheros y vivaces que hablan y se ríen a carcajadas. Incluso cantan, todo
un mérito si se les compara con sus compañeros.
Sus necesidades están cubiertas en
prisión. Tienen psicólogos y pedagogos, el médico pasa a verles todas las
semanas y, si lo necesitan, salen a los centros hospitalarios. En cuanto a la alimentación,
comen lo mismo que el resto de reclusos. "No les falta comida,
pero no es una dieta especializada, no es lo más adecuado para un
niño", dice Daniel. El fin de semana hubo macarrones y
empanadillas para todos. Algunos tienen sólo un año. En la ONG recalcan que, a
nivel material, los niños tienen de todo. No les falta nada. Excepto libertad.
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